Las mujeres que viven en las zonas rurales desempeñan un papel fundamental en la agricultura y las economías rurales de todo el mundo, ya que representan el 36 % de la mano de obra agrícola.
No obstante, sus funciones y su potencial son impedidos por las desigualdades de género. Existen normas sociales, marcos jurídicos e instituciones que son discriminatorios con las mujeres y limitan sus derechos, autonomía, oportunidades y bienestar. Esta situación no solo afecta a su bienestar y empoderamiento económico, sino también a la resiliencia de los sistemas alimentarios.
Aunque se han logrado importantes avances en los últimos decenios, las mujeres siguen teniendo menos acceso que los hombres a recursos como la tierra, la financiación y la educación o a insumos agrícolas esenciales.
Por término medio, las mujeres dedican el doble de tiempo que los hombres a realizar el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. La carga para las mujeres que viven en las zonas rurales es aún mayor, ya que carecen de acceso a utensilios y tecnologías que les ayuden a ahorrar tiempo.
Las mujeres también están menos representadas en las organizaciones e instituciones rurales, tanto a en el ámbito local como nacional, y por tanto quedan al margen de los procesos de toma de decisiones. En sus hogares tampoco suelen tener voz para decidir sobre los asuntos financieros y empresariales, por ejemplo, cómo gastar el dinero que ganan.
Las crisis, ya sean a raíz de los conflictos o derivadas del cambio climático, afectan más a las mujeres y a las niñas de las zonas rurales. Las disparidades de género dificultan su capacidad de resiliencia y adaptación. Además, la brecha de género en lo que respecta a la inseguridad alimentaria entre hombres y mujeres ha aumentado en los últimos años, pasando de 1,7 puntos porcentuales en 2019 a 4,3 puntos porcentuales en 2021.